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Cerrar el semestre, enfrentar la locura.

Cerrar el semestre, enfrentar la locura.

Llega esa temporada del año en la que los pasillos universitarios se llenan de suspiros largos, miradas perdidas y tazas de café que parecen implorar misericordia. 

Es el cierre del semestre: ese temido, caótico, y a veces delirante acto final del teatro académico. Un momento en el que las calificaciones, como entes mitológicos, adquieren un poder casi divino para otorgar redención o castigo.

En redes, en conversaciones de pasillo, en mensajes de WhatsApp en la madrugada, los estudiantes hablan —o gritan— sobre lo mismo: tareas sin entregar, exámenes reprobados, correcciones que “el profe ya no aceptó”, y esa sospechosa sensación de que “todo el semestre se fue en blanco”. La locura académica se hace presente, no como una patología clínica, sino como una experiencia compartida, emocionalmente intensa, casi ritual.

Michel Foucault escribió alguna vez: “La locura no se puede encontrar en estado salvaje. La locura no existe sino en una sociedad, ella no existe por fuera de las formas de la sensibilidad que la aíslan y de las formas de repulsión que la excluyen o la capturan.” Y qué mejor ejemplo de esa forma socialmente construida que la locura universitaria de fin de semestre. 

Y es que, en esos momentos todos nos volvimos parte de una tribu momentáneamente delirante, encerrada entre deadlines, listas de cotejo y rúbricas de evaluación.

Sin embargo, este frenesí nos deja una pregunta profunda, que incomoda: ¿qué es lo verdaderamente importante en todo esto? ¿La calificación? ¿El número? ¿La validación final de que “pasaste”? O, acaso, ¿no deberíamos estar hablando más bien de qué aprendiste, de cómo creciste, de si te transformó —aunque sea un poco— lo que estudiaste?

Foucault también dijo: “El saber no es una visión objetiva de la realidad, sino una interpretación.” Y esa interpretación también aplica para el aprendizaje. 

Tal vez sacaste un siete, pero tuviste una epifanía sobre tu carrera. 

Tal vez reprobaste una materia, pero lograste entender lo que no sabías que no sabías.

No todo se mide en escalas del 0 al 10.

Ahora bien, también es momento de honestidad. Muchos estudiantes caen en la trampa de las excusas: “No me dieron las fechas”, “No supe cómo entregarlo”, “El profe no me explicó bien”, “Tuve demasiadas cosas encima”. Y claro, puede haber verdades en esos dichos. 

Pero también hay un deber ético, contigo mismo, de reconocer cuándo simplemente no hiciste lo que tenías que hacer. Ser universitario no es solo pasar materias, es aprender a responder con madurez. 

Es aprender a decir: “La regué, no me organicé, dejé las cosas para el final, fui irresponsable.”

En estos momentos, hay algo más importante que la nota final: la capacidad de mirar de frente tus errores, tus áreas de mejora, tus mecanismos de autoengaño. ¿Por qué? Porque eso también es saber. Eso también es ética. Y, a largo plazo, eso vale más que un promedio brillante sostenido con pretextos.

La universidad no debería ser una fábrica de calificaciones, sino una escuela de humanidad.

Un lugar donde, más allá del conocimiento técnico, se cultive el carácter, la autorreflexión, la capacidad de hacerse preguntas. Preguntas incómodas, sí, pero profundamente necesarias.

A veces me preguntan: ¿qué hago si me fue mal en el semestre? Y mi respuesta es siempre la misma: pregúntate por qué, sin adornos ni dramatismos, y trabaja sobre eso. Porque en ese ejercicio ya estás aprendiendo más que en muchos exámenes. Estás madurando, estás pensando críticamente, estás, como decía Foucault, ejerciendo tu derecho a interpretar tu saber.

El fin del semestre puede parecer el fin del mundo para todos, pero no lo es. Es un espejo. Y lo que veas en él —si te atreves a mirar— puede ser el comienzo de una versión más honesta, más consciente y más fuerte de ti mismo.

 

La verdadera locura no es reprobar, sino pasar la vida sin cuestionarse nada.

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